Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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100062
Legislatura: 1882-1883
Sesión: 20 de abril de 1883
Cámara: Senado
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 80, 1711-1715
Tema: Resumiendo el debate sobre la totalidad en el debate sobre indemnización a los súbditos franceses perjudicados en las insurrecciones carlista y cantonal.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene V. S.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Dos palabras solamente, Sres. Senadores, como término, si Dios quiere que acabe, como término de este ya larguísimo debate, que agotado de una y de otra parte, no necesita seguramente de mi intervención; pero algo me creo en el deber de decir como protesta a la exageración con que se ha llevado, a la importancia que se ha dado al asunto y, sobre todo, como correctivo a ciertos atrevimientos parlamentarios que no pueden ni deben pasar jamás desapercibidos.

Se trata, señores, de una negociación entre dos Naciones; negociación completamente terminada, negociación en la cual, lo mismo Francia que España, han sostenido con energía, con decisión los intereses de sus respectivos nacionales, sin que en las comunicaciones que Francia ha pasado a España haya habido detrimento alguno en la dignidad ni en la independencia de la Nación española, de la misma manera que en las comunicaciones del Gobierno español no puede encontrarse nada que redunde en menoscabo ni en detrimento de la dignidad ni de la independencia de la Nación francesa, y sin que una y otra Nación se hayan olvidado en el curso de estas negociaciones de la amistad sincera en que viven y de los propósitos que una y otra tienen, no sólo de conservar esta sincera amistad, sino de aumentarla para el porvenir.

Salvado esto, que está perfectamente salvado en el Libro Encarnado, que ha sido objeto de tanto examen y de tanta discusión, ¿a qué queda reducida la cuestión? Pues queda reducida simplemente a una [1711] cuestión de derecho más o menos perfecto, sin trascendencia de ninguna especie, y, en último resultado y como solución de este asunto, a una cuestión de maravedíes sin importancia alguna.

?Que hemos reclamado con derecho más o menos perfecto a consecuencia de los desastres causados a nuestros nacionales en Saida.? Pues en último resultado, si no hemos reclamado con perfecto derecho, ahí está la Francia, que es a quien hemos reclamado y que es la que debía habérnoslo advertido. Pero al fin y al cabo, no hemos hecho ni más ni menos que lo que Francia ha hecho en sus reclamaciones para indemnizar y poder hasta cierto punto compensar los sacrificios o los perjuicios que hayan podido sufrir los súbditos franceses en nuestras discordias civiles, y no haremos ni más ni menos que lo que hacen las demás Naciones respecto a España, sin que en los respectivos Parlamentos de esas Naciones se haya hecho de eso una cuestión importante para combatir a sus Gobiernos. Hemos reclamado: ha habido discusión respecto de la reclamación; se ha dilucidado sobre esta reclamación el verdadero punto de vista del derecho internacional, y uno y otro país y uno y otro Gobierno hemos convenido en que hay derecho para reclamar cuando se trata de perjuicios causados por disposiciones de los Gobiernos; pero que cuando los perjuicios son de fuerza mayor, que no pueden los Gobiernos impedir, entonces no hay derecho perfecto para reclamar.

Pero si la Nación en que esos perjuicios han tenido lugar quiere ser generosa y quiere por equidad compensarlos, puede así hacerlo, si tiene medios de hacerlo. Eso es lo que resulta de la negociación. Y si resulta eso, Sres. Senadores, está resuelta la cuestión para ahora, para luego, para aquí y para Cuba; y no hay que esperar consecuencia ninguna desagradable ni aquí ni en Cuba. Si los perjuicios sufridos por los súbditos de estas Naciones son causados por disposiciones de los Gobiernos, deben pagarse, y entonces viene inmediatamente la reclamación; no hay más remedio que pagar, haya o no recursos, y si no los hay, el Gobierno tiene que buscarlos donde los haya. Pero ¿no es eso? ¿Son perjuicios causados independientemente de la voluntad de los Gobiernos? Pues entonces está en interés de los Gobiernos mismos el poder procurar una especie de indemnización, siquiera sea como compensación de los daños causados a los extranjeros, para que no se vayan de aquel país, cuyos nacionales pueden a su vez ser indemnizados el día de mañana. Si esto es así, no hay que temer nada ni para ahora ni para después, ni para aquí ni para Cuba, ni en ninguna parte; porque si se reserva el Gobierno francés el derecho de reclamar por la guerra de Cuba, nosotros nos reservamos el derecho de atender a sus reclamaciones si son justas, y de no atenderlas si no lo son. Si los perjuicios causados en Cuba a los súbditos franceses son debidos a las disposiciones del Gobierno español o a las autoridades que lo representan, tendrán derecho para reclamar, y entonces el Gobierno tendrá el deber de pagar, y pagará.

Pero si son de otra clase de perjuicios, el Gobierno dirá: yo quisiera compensar esos sacrificios y esas pérdidas; mas como no tengo el deber de compensarlos, no puedo compensarlos, a no ser que el Gobierno tenga un presupuesto tan desahogado, que no haya inconveniente alguno en ser generosos, y entonces lo seremos; y ojalá podamos serlo: si los franceses que han sufrido perjuicios contra la voluntad del Gobierno vienen a pedir indemnizaciones sin lastimar los servicios públicos del Estado, y podemos otorgárselas, se las concederemos. Esto es, ni más ni menos, lo que ocurrirá.

En último resultado, Francia reconoce que no tiene derecho para reclamar esa clase de perjuicios en Cuba, puesto que dice que se reserva el derecho de pedir indemnización para cuando la Hacienda de Cuba esté próspera. Si Francia tuviera derecho a reclamar, no esperaría a esto; la reclamación hubiera venido, y no habría habido más remedio que atenderla, tuviéramos o no próspera nuestra Hacienda. Pero si espera a que la Hacienda de Cuba esté próspera y a que podamos ser espléndidos y generosos compensando los daños sufridos por los franceses, atendiendo a todos los servicios públicos con abundancia y hasta con esplendidez, ¿qué puede importar, Sres. Senadores, ser generosos con Francia, ya que Francia ha sido tantas veces generosa con España? Por consiguiente, no exageremos las cosas: no pasará nada, Sres. Senadores; no pasará nada, Sr. Marqués del Pazo de la Merced; esté su señoría tranquilo. (El Sr. Marqués del Pazo de la Merced: Tomo acta.) Pues bien; tómela S. S., y más solemnemente lo digo aquí, desde el primer puesto del Gobierno, para que lo sepa la Nación francesa y para que lo sepan todas las Naciones del globo, que España está dispuesta a cumplir sus compromisos y a pagar todo lo que deba; pero ser generosa, lo será exclusivamente cuando pueda serlo, que a generosa no la ha de ganar ninguna Nación, porque no basta ser generosa, es menester poder ser generosa, y como lo pueda ser, no habrá seguramente ninguna Nación del globo más generosa que España. (Muy bien, muy bien.)

Por lo tanto, veamos las cosas fríamente y no abultemos peligros que por fortuna no corremos.

Se ha hablado aquí mucho de otro cargo que se hace, que es el de una especie de imposición que tenemos para pagar antes o después o al mismo tiempo a los súbditos franceses perjudicados por nuestras discordias civiles, que Francia pague a nuestros nacionales por los perjuicios ocasionados en Saida. Esa es una cuestión que para mí no tiene importancia de ninguna especie, una vez concluida la negociación. Yo debo decir una cosa, y es, que no tenemos que preocuparnos nosotros de los obstáculos y de las dificultades que tenga la Administración francesa para hacer efectivos los créditos votados por las Cortes, y que no somos nosotros los que debemos poner obstáculos; al contrario, debemos contribuir a facilitar la realización de lo que los Cuerpos Colegisladores franceses han acordado, y además es un deber de nuestra España y un deber de nuestra parte; lo es por la consideración y por la cariñosa amistad que nos ha demostrado la Francia durante todas estas negociaciones. Francia ha adquirido el compromiso de pagar; ella pagará. Pero ¿es que no puede pagar, es que encuentra dificultades para pagar? ¡Qué nos importa! Si nosotros hemos también adquirido el compromiso de pagar, la Nación que antes pague, esa debe estar más satisfecha. ¿Qué importan, pues, esas pequeñas dificultades? Nada. (Muy bien, muy bien.)

Es verdad que hay una lucha, lucha noble, lucha de cavilosidades, lo mismo en aquel Parlamento que en el Parlamento español, lo mismo en las Cámaras francesas que en las Cortes españolas; que hay una especie de lucha entablada igualmente en favor de los intereses de sus respectivos nacionales, en cada Asam- [1712] blea, en cada Cuerpo Colegislador. ¡Ah! Si el Sr. Marqués del Pazo de la Merced y todos los Sres. Senadores que han tomado parte en este debate se hubieran encontrado en el caso de los Senadores y Diputados franceses, ¿cuál hubiera sido su oposición? Porque al fin y al cabo, se trata, dado el principio establecido, de dar una especie de compensación a las víctimas de Saida por un lado, y a las víctimas de nuestras discordias por otro. Pues bien; las víctimas de Saida lo fueron hace poco tiempo relativamente, y las víctimas francesas por nuestras guerras civiles hace mucho más que lo fueron; ¿qué extraño es que las Cortes francesas dijeran: ?pero, señores, vamos generosamente, por equidad, a compensar los perjuicios que han sufrido los españoles en Saida, cuando todavía no hemos encontrado compensación, ni generosidad, ni equidad alguna de parte de los españoles para los franceses que sufrieron desastres por hechos anteriores?? Esto es muy natural. Aquí no había ni aún esa condición siquiera, porque se trata de víctimas que lo han sido por hechos que han tenido lugar mucho antes.

Pues bien; esa duda, esa vacilación que han tenido los Parlamentos franceses, se explica; pero aquí no tiene fundamento, porque lo que vamos a compensar son desgracias ocurridas mucho antes de que resultaran víctimas españolas a consecuencia de hechos muy posteriores.

Y prescindo de si los Gobiernos conservadores habían adquirido ya ciertos compromisos para compensar o para indemnizar, llámese como se quiera, porque no he de entrar ahora en el examen de esas palabras. Es la verdad que el Gobierno francés reclamaba de los Gobiernos españoles, y que estos no le decían nunca que no; le daban sus excusas, pero no le decían nunca que no. Hasta tal punto es esto cierto, que cuando nuestros subimos al poder, al poco tiempo, yo personalmente tuve que aceptar una reclamación que me dirigió el representante de Francia, diciéndome que España no hacía más que pasar el tiempo con dilaciones, sin haber dado nada en compensación de los sacrificios que habían hecho los Gobiernos franceses.

Por consiguiente, las reclamaciones de Francia vinieron antes de los sucesos de Saida, y se repitieron durante y después de esos sucesos; y el derecho que pueden tener los franceses para reclamar, sea por equidad o como se quiera, por los sucesos de Cuba, lo tenían antes, durante y después de los sucesos de Saida; y antes, durante y después de ellos han hecho sus indicaciones en el mismo sentido. De modo que la negociación de Saida no ha empeorado la cuestión en nada; ha dejado las cosas en el mismo ser y estado que antes tenían.

Como yo estoy (lo digo francamente) hastiado de este largísimo debate, como espero que lo estarán todos los Sres. Senadores, no quiero continuar más. Me basta demostrar que por lo de Saida no se ha empeorado ninguna cuestión; que no puede haber esas consecuencias que el Sr. Marqués del Pazo de la Merced, con un patriotismo muy grande, teme, pero que exagera hasta el punto de que, a mi juicio, ve visiones.

Y doy punto a esto, para hacerme cargo de algunas otras indicaciones que yo no puedo ni debo dejar pasar desapercibidas.

Ya se ve, lo de Saida daba poco campo para hacer largos discursos; y como lo de Saida daba poco campo para hacer largos discursos, más que de lo de Saida, se ha hablado de la política general exterior del Gobierno, y hasta se han hecho excursiones sobre la democracia universal, citando la marcha que ha tenido desde tiempos remotos, las vicisitudes por que ha pasado y las consecuencias que puede ofrecer por los resultados que puede dar.

Y con este motivo, el Sr. Abarzuza (tan impaciente por tomar parte en estos debates, que, a penas se ha quitado el polvo de la lucha electoral, ha venido a emprender la batalla parlamentaria) nos ha hablado de muchas cosas que no tienen nada que ver con Saida. Su señoría nos ha hecho ver lo que ya sabíamos: que continúa S. S. en las mismas ideas, y que S. S. es hoy tan consecuente como lo ha sido siempre. No tenía necesidad S. S. de decirlo; todo el mundo lo sabía, y sobre todo, lo sabía yo muy particularmente.

Su señoría hizo después una protesta contra el juramento; protesta en buenos términos, en términos parlamentarios.

Pero el Sr. Abarzuza, comparando los para S. S. felicísimos días de la República con los de la Restauración, S. S. (permítame que se lo diga) ha tenido unas osadías políticas que yo no he conocido hasta ahora. Porque creer S. S. que la situación actual se haya en el exterior en peores condiciones que han estado las demás situaciones, y en peores condiciones aún en que estuvo la República, eso (permítame S. S. que se lo diga) no lo puede creer más que el Sr. Abarzuza. (El Sr. Abarzuza: Como que no lo he dicho.) ¿No lo ha dicho S. S.? (El Sr. Abarzuza: No.) Me pareció oírlo. Creí haber oído a S. S. que la Restauración hoy estaba más aislada en su política exterior que lo había estado nunca, y más aún que lo había estado la República. (El Sr. Abarzuza: He dicho que las relaciones eran más cordiales entonces; que no había alfilerazos, acritud ni tirantez. Pero me referí puramente a las relaciones.)

¿Más cordiales? No era grande la cordialidad de las Naciones a sus representantes; y ahora son tan cordiales, que las Naciones que no han tenido aquí nunca representantes, los mandan, permaneciendo además los de los países que los ha tenido siempre. De manera que resulta que la Restauración no sólo conserva la amistad y la armonía con todas las Naciones con que antes las tenía, sino que además ha aumentado sus relaciones políticas, habiendo hoy representaciones en el país en ue no las ha habido jamás. Nunca se ha manifestado tanto como ahora el deseo de todas las Naciones para tratar con España; hasta el punto de que si hay algún pequeño disgusto pasajero (como los hay siempre aún entre los amigos que se tratan íntimamente), es por el deseo mismo que tienen esas Naciones de tratar con España, cuando en la época a que S. S. se ha referido sucedía todo lo contrario, que no quería tratar ninguna.

Si el aumentar nuestras amistades en todas partes, si el afirmar y asegurar las que antes teníamos, si el haber hecho la paz con Naciones con las cuales estaban interrumpidas nuestras relaciones, si estrechar nuestros lazos políticos y comerciales con todas ellas, si las muestras de consideración y de cariño que recibe el Rey de España de todos los Monarcas de la tierra y hasta de los Presidentes de las Repúblicas de Europa y América, no son bastantes a demostrar que nuestras relaciones exteriores no sólo no han perdido, sino que han ganado mucho, y son mejores, mucho mejores que las que tenía el Gobierno de la República de España con los demás Estados, no sé entonces cómo [1713] demostrar lo que sostengo. ¿Cómo lo he de demostrar, si no hay medio posible de hacerlo, como tampoco hay medio de demostrar que a las doce del día, cuando el sol está en su cenit, hay luz en la superficie de la tierra? Por eso me he permitido decir que lo que el Sr. Abarzuza había cometido era una osadía parlamentaria. Sentiría que la palabra no le pareciera bien; si le pareciera mal, la retiro; me basta sólo con asegurar que no comprendo una afirmación semejante más que en S. S. debida sin duda a que como ha estado tanto tiempo fuera de los Parlamentos y ha vivido completamente aislado, S. S. ha querido atribuir a la situación el aislamiento en que S. S. ha vivido. (El Sr. Abarzuza: el aislamiento de la consecuencia.) Pero su señoría, que en esto de teorías parlamentarias, por lo visto, es también un poco atrevido, nos ha dicho esta tarde que la oposición, el combate, la lucha que establecen las oposiciones, sobre todo respecto a las cuestiones internaciones, hacen bien a un Gobierno, porque, de Gobierno de partido, le convierten en Gobierno de la Nación; como si el Gobierno que se sienta aquí, nombrado por la voluntad del Rey, haciendo uso de la prerrogativa importante que le otorga la Constitución del Estado, no fuera el Gobierno de la Nación desde el momento en que fue nombrado por el Rey.

No parece sino que se necesita que venga una cuestión sobre asuntos exteriores a las Cámaras y que las oposiciones la combatan, para que un Gobierno obtenga el carácter que tiene este Gobierno, de Gobierno de la Nación, desde el momento en que S. M. se dignó nombrarle. Ni en ese sentido ha querido decir el señor Ministro de Estado que las oposiciones no han hecho bien; lo que ha querido decir el Sr. Ministro de Estado, y lo ha dicho, es que estas cuestiones internacionales no se pueden discutir de la manera como se ha discutido ésta, porque si yo cojo, por ejemplo, los Libros Encarnados o los libros diplomáticos de Bismarck, Gladstone o Cavour, o de otros hombres de Estado más eminentes, y voy leyendo párrafo por párrafo, línea por línea, y comentándolos y discutiéndolos, yo aseguro al Sr. Abarzuza que no habían de pasar buen rato esos hombres eminentes. Porque ¿qué es una negociación? Claro está; en una negociación se cede en un momento, se obtiene en otro, se aprieta de un lado y se afloja de otro para conseguir el objeto; y si se hace el examen y la crítica de las negociaciones por párrafos aislados, por momentos dados, es imposible que nadie salga bien con tal sistema de discusión. Hay que tomar las negociaciones en conjunto, ver los resultados que el Gobierno se propone y los fines que ha conseguido, y mientras los medios empleados para conseguir esos fines y para lograr aquellos resultados no rebajen en nada la importancia y la dignidad de la Nación en cuyo nombre se negocia, no hay motivo, ni puede haber razón alguna para criticar una negociación diplomática de la manera que se ha venido discutiendo aquí.

Yo no digo que esto sea, ni lo ha dicho tampoco el Sr. Ministro de Estado, falta de patriotismo; puede ser exceso de celo; y muchas veces sucede que en ese exceso de celo, sin darse uno cuenta, sea impulsado, aconsejado e inspirado por la pasión de partido. ¡Si no nos podemos desprender nadie de esa pasión, y por eso cada cual queremos que el triunfo sea para nuestro partido, y por adquirirlo vamos algunas veces más allá de lo que conviene a los intereses de la Patria, sobre todo en las cuestiones que tienen relación con las Naciones extranjeras! Y hasta tal punto es esto cierto, que nadie puede negar patriotismo al Sr. Lasala, cuyas condiciones de carácter conocemos todos, y sin embargo, ayer, en el calor de la discusión, nos hizo un argumento del que resultaba que el patriotismo no quedaba en buen lugar, porque acusó al Gobierno por haber mandado la fragata Zaragoza a las aguas de Egipto. Esto sólo se puede decir guiado por la pasión de partido; porque la fragata Zaragoza, dijo S. S., no tenía las condiciones de otros buques de países más afortunados, y que no reunía tampoco condiciones para el objeto que el Gobierno se proponía. El Gobierno, señores, no iba allí a combatir; el Gobierno español deseaba tener allí la bandera española para presenciar hechos que debían interesarle; quería tener la bandera española en la desembocadura del canal de Suez, cuya neutralidad y libre circulación le importaba tanto como a cualquiera otro país de Europa; y además quería mandar allí la bandera española, para que sirviera de escudo y de protección a nuestros súbditos, que podía correr peligro, que lo hubieran corrido si no hubiéramos mandado aquella fragata, la cual no necesitaba tener las condiciones del Lepanto ni de la Invencible. De no haber mandado la fragata Zaragoza, nuestros súbditos hubieran tenido que pasar la vergüenza de tener que pedir auxilio a otras Naciones y haber sido amparados por gracia en buques extranjeros.

Pues bien, Sr. Lasala; la fragata Zaragoza estaba allí para proteger a nuestros nacionales, y los súbditos españoles a bordo de la fragata Zaragoza estuvieron tan respetados como pudieran haberlo estado a bordo del Lepanto; pero estaban mejor, porque estaban cobijados por su bandera, en su propia casa, y repito que en su propia casa han estado mejor que podía haberlo estado bajo el escudo de otra bandera, en país extraño y en casa ajena; por lo cual no me parecía muy oportuna la comparación de la dama que habiendo perdido todas sus galas, no hacía buen papel en una fiesta donde estuvieran las demás que habían hecho fortuna posteriormente, engalanadas con brillantes y perlas. Tendrá razón S. S., pero no tenía aplicación esto al caso actual, porque allí no se trataba de una fiesta, se trataba de proteger a nuestros súbditos allí, y ya que de madres se trataba, trataban las madres de salvar a sus hijos; y cuando las madres tratan de salvar a sus hijos, mejor papel hace la dama modesta que la dama emperejilada, llena de adornos de brillantes y de perlas.

Bien estaba la fragata Zaragoza, y bien desempeñó su misión; peor hubiera sido que no se hubiera mandado ninguna; cada país manda lo que tiene, y yo debo decir al Sr. Lasala, que otros países que tenían fragatas de más importancia que la Zaragoza, fueron allí a hacer lo mismo que hizo España, y no llevaron buques de mucha mayor importancia que la Zaragoza, a pesar de que como Naciones la tengan mayor por su población y quizá por su riqueza.

Por lo demás, puede estar tranquilo el Sr. Lasala. Le agradezco a S. S. la buena idea que de mí tiene, puesto que dijo que en lo que de mí dependiera, no habían de entibiarse las relaciones de España con las demás Naciones, sino que, por el contrario, habían de conservarse y aún afirmarse. Tiene razón S. S.; pero esto mismo debe pensar de todos los individuos que constituyen el Gobierno, porque todos estamos animados de los mismos deseos, todos queremos que España viva no sólo en paz, sino en íntima amistad con todas las demás Naciones. [1714]

Para conseguir esto, no hemos de escatimar ningún sacrificio, y hemos de ir en ese camino hasta donde lo permitan los intereses de los súbditos españoles y la dignidad e independencia de nuestra Patria.

Para conseguir esto, estamos dispuestos a hacer todo lo que sea necesario, no sólo para conservar las relaciones actuales, sino para acentuarlas más y más a favor de la amistad de España con todas las demás Naciones. En eso no quiere la España distinguirse, no quiere hacer distinciones. No tenía razón el Sr. Abarzuza cuando decía que la política española tenía algo de alemana. No, el Sr. Abarzuza no tiene razón.

Pudiera yo con más razón dirigir un cargo análogo a S. S.; pero no se lo dirigiré, porque basta que sea Senador español para que no se lo dirija. Pudiera yo decir que S. S., en lugar de hacer política española, hace otra clase de política; pero no; creo que hace política española, aunque por camino errado.

El gobierno no quiere tener preferencias a favor de unas Naciones, que puedan molestar a otras, mientras esas otras no nos den motivo para esas preferencias. España quiere conservar sus relaciones con todas las Naciones de la tierra; quiere acentuar todas las relaciones de amistad, y quiere, no sólo tener con ellas las relaciones políticas que hasta ahora ha tenido, sino entablar también relaciones comerciales. Para eso hará todo lo que pueda. No tiene más que un límite, señores Senadores, que es, entablar relaciones comerciales con todas las Naciones de la tierra en tanto cuanto no se perjudiquen por ellas los intereses españoles, y en tanto cuanto no haya mengua, ni menoscabo, ni detrimento alguno para la dignidad y la honra de la Patria.

Estamos dispuestos, pues, a todo eso; y aquí debo decir al Sr. Lasala, que manifestaba recelo de que pudieran entibiarse las relaciones de España con un gran Imperio, porque ve cierta tirantez en la prensa oficiosa de uno y otro país, que de esto no es responsable el Gobierno español; que ni el Gobierno español ni el Gobierno de ese gran Imperio han participado del apasionamiento que en momentos dados pueda tener la prensa de uno y otro país, como la de todos los países.

Se ha dicho que el Gobierno español había sufrido algunas dificultades en las negociaciones entabladas; dificultades, Sres. Senadores, que son muy comunes, porque al fin y al cabo es difícil armonizar y combinar los diversos y múltiples intereses de dos Naciones que tratan; porque si es difícil armonizar y combinar los intereses de dos individuos en sus relaciones sociales y de comercio, ¿cómo no ha de ser difícil combinar y armonizar los intereses múltiples y diversos de dos Naciones?

Pues bien; en vista de esas dificultades, se dijo que el Gobierno alemán pensaba recargar con un 50 por 100 los derechos de los productos extranjeros que fueran a aquel país, y el Gobierno español contestó que no tomaría la revancha, y que no sólo no estaba dispuesto a tomarla, sino que está, por el contrario, decidido a continuar las negociaciones hasta ver si lográbamos venir a un acuerdo conciliando los intereses de uno y de otro país.

Por consiguiente, no tema el Sr. Lasala que pueda haber nada de frialdad en esas relaciones, puesto que, en último resultado, cuando dos Naciones quieren negociar y no se entienden porque son contrarios sus intereses, y esa inteligencia no la logran, porque los de una de ellas pueden quedar perjudicados y la otra no tiene derecho a exigir que se perjudiquen por favorecer los suyos, esto, repito, no impide, en último resultado, que las relaciones políticas continúen siendo amistosas entre ambos Gobiernos, puesto que en la vida de las Naciones ha sucedido hasta aquí lo mismo exactamente que sucede en la vida de los individuos. Cuando dos personas negocian y no se pueden poner de acuerdo, porque claro está, dos individuos, comos dos Naciones, tratan en la idea de que en la negociación los dos van a salir beneficiados; desde el momento en que una de ellas cree que va a salir perjudicada, lo manifiesta libre y francamente a la otra, diciendo en último caso; no continúo tratando, sin que por eso se rompan las amistades.

Esto es, ni más ni menos, lo que sucede en la cuestión de que me estoy ocupando. El Gobierno español, mientras no vea perjuicio para los intereses de los súbditos españoles ni quebrantada su dignidad, está dispuesto a tratar con todos los países y a hacer todo lo posible por llegar a un acuerdo; y lleva tan allá esta política y este deseo de estar bien con las Naciones extranjeras, que como no resulte perjuicio para los intereses de los súbditos españoles, aunque tampoco resulte beneficio, y sea grandemente beneficiosa la negociación para esas otras Naciones, está resuelto, repito, a tratar con ellas, a terminar las negociaciones y a hacer tratados.

Y yo concluyo, Sres. Senadores, pidiendo al Senado que se sirva dar por terminado este ya enojoso, aunque no sea más que por lo largo, este ya enojoso debate, y pidiendo también a los Sres. Senadores que roten el dictamen tal como la Comisión lo ha propuesto, en la seguridad de que con su aprobación no resulta ni puede resultar perjuicio para los intereses de los súbditos españoles, y de que mucho menos ha de resultar ni resulta detrimento ni menoscabo alguno para la dignidad y para la honra de la Patria. He dicho.

El Sr. PRESIDENTE: Se suspende esta discusión. [1715]



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